Las leyes, además de normas que deben cumplirse, suponen
un modo de definir a los habitantes de una sociedad. Cuando los poderes
legislativo y ejecutivo representan a los ciudadanos, las leyes son un
testimonio de lo que ellos piensan de sí mismos. Cuando se quiebra la
soberanía popular, la legislación sirve para saber lo que el poder opina
o sospecha de sus súbditos.
No hacen falta, por ejemplo, leyes sobre la capacidad natural para
volar o nadar bajo el agua porque los españoles no somos todavía pájaros
o peces. Digo todavía por mera prudencia después de lo que hemos
visto. Bastará que una empresa afín al Gobierno ponga en marcha el
negocio de la implantación de alas o aletas en la espalda de los
ciudadanos para justificar la aprobación de normas que regulen al
español pájaro o al español pez. Y quien no quiera ser un gorrión o una
sardina correrá el peligro de que el señor ministro de Hacienda lo acuse
en la tribuna del Congreso de no estar al día en sus impuestos.
Si analizamos los debates jurídicos que más repercusión han alcanzado
en los últimos tiempos, podemos comprobar con facilidad que este
Gobierno considera a los españoles gente destinada al paro y a la
delincuencia. Son dos preguntas íntimas muy razonables: ¿ser español
supone una condena al paro?, ¿ser español significa ser delincuente? No
comprendo la escandalera levantada por el congreso titulado España contra Catalunya, porque en realidad es el Gobierno de España el que peor opinión tiene sobre los españoles y su desgraciada y triste nación.
Para reformar o aprobar una nueva ley resulta muy útil crear un
estado de ánimo, una visión sobre la realidad, casi siempre basada en el
miedo. Los primeros años de esta crisis económica, además de una
situación social, significaron una gran campaña publicitaria, es decir,
una manera interesada de interpretar y divulgar la situación. Se
extendió la idea de la catástrofe para justificar el espíritu de
sacrificio entre las víctimas y para colocar medidas ideológicas
destinadas a liquidar los derechos de los trabajadores. La oligarquía
económica consiguió así rebajar salarios, facilitar el despido y
deteriorar los derechos laborales. El hundimiento del consumo aceleró el
desempleo. Como no hay realidad que esté a salvo de la manipulación,
los ciudadanos españoles fueron tratados como perdices en temporada de
caza o como ovejas en el matadero, para crear las condiciones que
exigían los bancos y las multinacionales.
El deterioro social suele crear mareas de protesta en un país
democrático. Incómodo con la libertad, el poder tiende a convertir la
protesta política y social en una cuestión de orden público. De ahí que
empiece a tratar a los ciudadanos como si fuesen delincuentes
peligrosos. La sentencia del Tribunal de Derechos Humanos contra la
Doctrina Parot ha supuesto un espaldarazo para la campaña mediática que
podemos llamar con todo derecho la delincuencia del ser español.
Alguien se encargó de llamar a las cámaras para convertir en noticia
escandalosa a cada preso que salía de la cárcel una vez cumplida su
condena. Se destrozó el ideal de la reinserción y se utilizó un número
más que mínimo de la población con el deseo de generalizar el miedo:
España se estaba llenando de asesinos y violadores sueltos. Fue como
echar leña al fuego, porque la programación de la telebasura, que se
confunde ya con la información, llena los horarios familiares con
tertulias sobre crímenes, padres que matan a sus hijas o tiburones y
águilas que despedazan a los niños en las puertas de los colegios. Lo
que sólo es un acontecimiento muy particular un país de millones de
habitantes se transforma no ya en una noticia oportuna, sino en el
asunto que caracteriza a toda una nación.
Esta voluntad de catástrofe justifica la mano dura que hace falta
para darle a la protesta política una consideración de orden o desorden
público. Surgen así las leyes mordaza, las multas desmedidas sin pasar
por la justicia y las constantes degradaciones democráticas del código
penal. Se puede también privatizar todavía más los servicios públicos
para favorecer el negocio de particulares afines. Las empresas privadas
de seguridad asumen responsabilidades que antes eran sólo competencia
del Estado. Todo necesario, alarmantemente necesario, porque España está
llena de criminales.
Lo dicho: ser español es ser un delincuente en potencia. No se trata de la conclusión del congreso España contra Catalunya, sino la idea que este Gobierno tiene de sus ciudadanos.
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