Beatriz Navarro para La Vanguardia
Una imagen de hace unos pocos años del beguinato de Brujas (Bélgica), un remanso de paz Fernando Moleres
Un rayo de sol desafiante iluminó los blancos muros del béguinage de Kortrijk (Bélgica) justo cuando
cuatro hombres de negro, con aire atemporal, sacaron de la capilla el pequeño
ataúd de su última habitante, la hermana Marcella Pattyn. Ocurría el
pasado 19 de abril, minutos antes de las 11 de la mañana, al repique de las
campanas de la vecina iglesia de San Martín, donde se celebró un funeral sentido y austero
para despedirla.
“Es como si de
repente hiciera más frío aquí en Kortrijk –dijo el deán Geert Morlion durante
la misa–. Y fuera también, porque se conoce que Marcella Pattyn era la última
beguina del mundo. Meditemos”.
Con su muerte, a
los 92 años, los ocho siglos de historia de las beguinas han llegado a su fin.
A ella se le llenaban los ojos de lágrimas al pensarlo durante una entrevista
con el Magazine en el 2006. Pero parece que el mundo ha cambiado demasiado para que
este peculiar movimiento surgido en la edad media tuviera continuidad. Cuando
Marcella se sumó a él, en 1941, era una alternativa a la vida religiosa, pero
había perdido el carácter subversivo que lo definió. Y es que para miles de
mujeres hacerse beguina fue una manera de esquivar su destino (convertirse en
esposa o retirarse a un convento) y gozar de unos espacios de libertad e
independencia impensables para la época.
El movimiento
surgió a finales del siglo XII en los Países Bajos, cuando algunas
mujeres empezaron a llevar una vida espiritual independiente al margen de los
conventos, abarrotados por el excedente de féminas que dejaron las guerras. Se
dedicaban a rezar, coser y cuidar enfermos y al principio vivían con
familiares. Luego empezaron a agruparse y a compartir casas cerca de hospitales
y leproserías. Pese a gozar de la protección de influyentes miembros de laIglesia, su estilo de
vida independiente pronto despertó suspicacias en el clero.
La suerte de las
beguinas fue que su labor y devoción llamaran la atención de la nobleza, que
desde principios del siglo XIII financió la construcción de ciudades dentro de
las ciudades sólo para mujeres, para beguinas.
Béguinages se
llama en francés a estas bellas edificaciones donde vivían las beguinas,
conocidas como beguinatos o beaterios en castellano. La solución fue bien vista
por las autoridades eclesiásticas: así al menos, se decían, las tenían
controladas.
En 1998, 13 de
los 26 béguinages belgas que siguen en pie fueron declarados patrimonio de la
humanidad por la Unesco. Son, se dijo, un “fascinante recordatorio” de una
tradición surgida en la región cultural flamenca, que incluye los territorios
actuales de Bélgica, Holanda, el norte de Francia y el este
de Alemania. Algunos tomaron la forma de ciudades en miniatura –y no tan en miniatura,
como por ejemplo en Lovaina y Lier–.
Otros, como el
de Kortrijk, se organizaban en torno a un patio central. Constaban de
residencias, enfermerías, casas, iglesias y capillas, comedores y talleres.
Algunos, como el de Brujas, estaban rodeados por un foso. Sus puertas se
abrían a primera hora de la mañana y se cerraban al caer la noche.
Llegó a haber
decenas de comunidades. Tras los muros del beguinato, podían vivir sin la
protección del hombre. Su único contacto con la autoridad eclesiástica se
producía en las misas y las confesiones. Por lo demás, ellas gobernaban por su
cuenta los asuntos de su comunidad, algo inédito aunque no por ello quepa
describirlas como feministas, un concepto ajeno a la época. Para muchas mujeres
fue la manera de poder desempeñar un oficio. Para otras, una forma de acceder
al conocimiento, reservado entonces a los varones. Las beguinas mantenían su
independencia, y en los escasos ratos en que no estaban rezando o trabajando
–el ora et labora era su
razón de ser, como corresponde a la sociedad teocéntrica de la época– podían
salir a la ciudad.
Solían ser
mujeres solteras o viudas, pero no renunciaban a contraer matrimonio más
adelante. También las hubo casadas, bien porque previo acuerdo con su esposo se
retiraban para llevar una vida espiritual en comunidad, bien porque buscaban
protección mientras sus maridos combatían. Llevaban hábitos pero no eran monjas
ni hacían votos de pobreza. No renunciaban a sus propiedades, que a menudo no
eran pocas y dejaban en herencia de la comunidad. Muchas procedían de familias
nobles, y dentro del beguinato mantenían una posición social alta y podían
tener a otras beguinas a su servicio.
También se
diferenciaban de las órdenes religiosas convencionales en que no pedían
limosna. Se valían de los ingresos procedentes de su trabajo manual y sus
huertos. Pronto los gremios empezaron a ver como una amenaza su actividad
comercial y contribuyeron a la campaña de desprestigio que azotó al movimiento
a finales del siglo XIII. Esto, sumado a la hostilidad que su independencia
suscitaba en la Iglesia, desembocó en la condena dictada por el consejo de
Viena de 1312. A partir de ese momento, las beguinas fueron insultadas,
perseguidas e incluso quemadas en la hoguera, como la mística Marguerite
Porete.
La primera fase
del movimiento atrajo a muchas mujeres con inquietudes intelectuales, como Hadewijch
de Amberes. Considerada la primera autora en lengua vernácula neerlandesa, hablaba
del amor místico con el lenguaje de los trovadores. Su actividad literaria
empezó a suscitar sospechas y se vio obligada a huir. Aquellos años muchas
mujeres acabaron por integrarse en órdenes convencionales, como hizo otra
mística, Mechthild de Magdeburg, acusada de hereje por sus afiladas críticas a la
decadencia moral del clero. Sólo los antiguos Países Bajos decidieron hacer una
excepción y protegieron a las beguinas.
Su expansión
tocó techo en el siglo XVI, con las guerras religiosas. El norte de los Países
Bajos adoptó el calvinismo, y las beguinas desaparecieron de la zona. En
Bélgica y el norte de Francia la Contrarreforma les dio un nuevo impulso,
aunque cada vez estaban más tuteladas por la Iglesia. La anexión a Francia en
1795 fue el golpe definitivo. Sus propiedades fueron confiscadas y aunque
algunas cayeron en manos de nobles que se las devolvieron a las beguinas, el
movimiento nunca recuperó su esplendor.
La mayoría de
los beguinatos cerró sus puertas durante esos años. Las beguinas fueron
expulsadas de las ciudades a lo largo del siglo XIX. El gran béguinage de
Gante, por ejemplo, fue víctima del desarrollo industrial de la ciudad y la
presión del ayuntamiento liberal. En 1874 sus habitantes tuvieron que mudarse a
un complejo de nueva construcción a las afueras de la ciudad, en Sint
Amandsberg.
Allí recaló en
1941 Marcella Pattyn, ciega de nacimiento. Nacida en el Congo belga, a
los 18 años se matriculó en la escuela de ciegos de Bruselas y después intentó
sin éxito ordenarse monja. “Fuimos de convento en convento con mi padre, pero
ninguno podía aceptarme debido a mi condición”, contaba hace siete años, de
vuelta a su béguinage para revivir su historia. La idea de hacerse beguina
surgió gracias a una tía que visitó el beguinato de Gante. Tenía 20 años cuando
ingresó.
En 1960, la
iglesia de Kortrijk la reclamó para crear una asociación de
enfermos. “Siempre he estado muy contenta, así pude desempeñar un trabajo. He
tenido que esforzarme mucho, pero entonces tenía bien las piernas... En Gante, alegraba a los
enfermos con mi acordeón y mi mandolina”, recordaba, con 86 años. Su mala salud
había aconsejado que dejara de vivir sola en el beguinato, a donde, en los
últimos tiempos, se desplazaba con ayuda de una silla de ruedas eléctrica. Se
la trasladó a una residencia.
Pattyn llevó
durante años rutinas heredadas del medievo: misa a las siete de la mañana,
meditación, tiempo hasta la hora de comer para desempeñar un oficio… Y más
rezos a la una, las tres y las cinco y después de la cena.
En el 2006
recordaba: “En Sint Amandsberg teníamos una gran sala y
allí cada una tenía un puesto junto a la ventana para coser, bordar. Vivimos
momentos preciosos, fiestas con más de 200 beguinas…”
Pero entonces el
movimiento estaba ya en vías de extinción, había perdido parte de su sentido
original. Los beguinatos se quedaron poco a poco sin beguinas y apagaron la
luz. Cada ciudad les buscó diferentes usos. En algunos sitios alquilan sus
casas a mujeres y ‘¡hombres! mayores de 40 años atraídos por la calma que aún
hoy se respira dentro de sus muros. “Estamos en pleno centro de la ciudad y
tenemos más tranquilidad que cuando vivíamos en el campo”, contaba una pareja
residente en el de Kortrijk.
En otras
ciudades han cedido los talleres a artistas o asociaciones, o alquilan las
casas a un precio simbólico a cambio de restaurarlas. El béguinage de Lovaina, uno de los más
grandes, fue cedido a la universidad en 1962 y hoy sus casas albergan a parte
de su personal, estudiantes y profesores visitantes.
Desde que en el
2008 murió en Gante la otra superviviente del movimiento (Marcella
van Hoecke), Marcella Pattyn se convirtió en una celebridad local.
El alcalde de
Kortrijk le decía que ella misma era “patrimonio de la humanidad”. En los
últimos años, muchas mujeres fueron a visitarla para interesarse por el modo de
vida de las beguinas. “¿Sabe, joven, lo que les digo a todas esas mujeres que
me preguntan si me da pena que se acaben las beguinas? ¡Pues que se hagan
beguinas ellas, a ver si quieren!”, explicaba con energía Pattyn al Magazine hace
unos años . “Por cierto… –recordó de repente–. Olvidé preguntar al cura por las
tres últimas que vinieron…”. Pero no hubo más. No consta oficialmente que haya
continuado la tradición. Con su muerte, se apagaron ocho siglos de historia.
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