Hace trece años el diario El País
me publicaba un artículo,
recogido en un libro posteriormente, "La España de Paco Ibáñez". Allí
constataba que el fingido olvido del franquismo había condenado a un olvido
verdadero al antifranquismo y, naturalmente, a su programa político para una
España distinta. Constataba, en suma, que la España de la Restauración se había
levantado sobre el españolismo de siempre y que eso impediría un proyecto
colectivo compartido.
El propio Paco era una figura
incómoda que no encajaba en la corte de colorines y frivolidad de un país sin
memoria y, por tanto, sin responsabilidad que disfrutaba de una prosperidad
llegada de Europa. La alegría fingida era obligatoria y sus canciones tan
sentidas no tenían sitio, pero Paco siguió tallando joyas para engarzar en
ellas las letras de poemas, nadie sin ser estrictamente poeta hizo tanto por la
poesía castellana. Pero Paco además se mantiene fiel a sí mismo y eso resulta
incómodo para quienes se traicionan, pues resulta un espejo incómodo. Eso
bastaría para explicar el poco aprecio que los sucesivos gobiernos le tuvieron
y le tienen. Durante años no se le vio en las televisiones ni en los periódicos
madrileños pero ahora acabamos de verlo cantando para 90.000 catalanes que
celebraban su libertad, la libertad de cantarle a su independencia.
El texto de la Constitución fue
un apaño que satisficiese a franquistas y también a los antifranquistas que lo
firmaron, al Ejército y a las nacionalidades... Posteriormente el rey apartó a
Suárez y el Ejército reorientó el diseño del Estado según el "Pacto del
capó". Tras el golpe, Juan Carlos convocó a los representantes de los
partidos estatales y les informó de lo que había y lo que vendría, la LOAPA,
finalmente anulada por anticonstitucional, y toda una línea pactada sobre lo
que era y sería España.
Y así fueron derivando las cosas
por una y otra parte, con hipocresía, pero resultó imposible fingir que la
máquina funcionaba cuando se la puso a prueba: una empresa radicada en
Barcelona intentó comprar una empresa radicada en Madrid y comprobamos que
todos los poderes de la Corte se movilizaron y prefirieron que fuese alemana
antes que catalana. Acabó siendo italiana. Vimos al partido que nos gobierna
agitando una campaña anticatalana por los pueblos de Andalucía y vimos que los
que reclaman indignados un único marco legal para un único mercado español
agitaban un boicot a los productos catalanes. Las corridas de toros fueron
prohibidas en Canarias y a nadie preocupó pero cuando Catalunya las prohibió
fue un atentado contra la fiesta nacional y la identidad española, etc.
Las cabeceras madrileñas informan
cada semana de los problemas de alguna familia que no puede escolarizar a sus
hijos en castellano, incluso de la lucha de un ciudadano argentino que vive en
Catalunya desde hace años y reclamó y reclamó sus derechos y consiguió que la
justicia española finalmente garantizase que sus hijos estudiasen en castellano
con los demás niños. La justicia española decidió que si un hijo suyo reclamaba
el derecho a recibir la clase en castellano eso sería aplicable a todos los niños
de la clase.
La ciudadanía catalana comprendió
lo que se le decía de forma tan clara: los catalanohablantes no tienen en su
propio país el amparo de la justicia española, que antepone el de cualquier
persona de habla castellana venga del país que venga. Un ciudadano mexicano o
argentino tiene aquí reconocidos derechos y buscan amparo en el Tribunal
Constitucional, el nuevo presidente de ese tribunal que es la garantía última
de los derechos y el amparo que puede dar la Constitución es una persona que cree
y publica sus opiniones xenófobas contra los catalanes, entre otras, "El
dinero es el bálsamo racionalizador de Cataluña". Se supone que no lo es
para los demás, por eso "el todo Madrid" donde vive se movilizó para
que Endesa nunca estuviese en esas odiosas manos catalanas. Que un ministro se
dedique, entre otras cosas, a "españolizar" niños, qué entenderá por
ser español, no desentona en esta locura. Pero, ojo, esta locura tiene método.
La última encuesta publicada
indicaba que más de la mitad de los catalanes desean la independencia de España
y contar con Estado propio, lo raro es que no haya más.
El festival de música que acogió las canciones de Paco, los poemas de
grandes poetas castellanos, y que reunió a noventa mil personas gritando
independencia no mereció ocupar mucho espacio en la portada en las cabeceras de
papel madrileñas, nada comparable al espacio que mereció la derrota de la
selección nacional de fútbol, por ejemplo. Y es que el final de cualquier
proyecto de España no es culpa de los catalanes, sino de una Corte voraz e
irresponsable. No, Paco Ibáñez no cambió tanto, sigue donde estuvo siempre, en
los principios democráticos, es la deriva histórica de España la que se separó
tanto de lo que pudo ser España. Hablamos del triunfo político del neofranquismo.
La España de Paco Ibáñez por SUSO DE TORO (11 ENE 2000 para El PAÍS)
Hace unos días le regalé a una niña un disco con las canciones que Paco Ibáñez hizo de poemas de autores españoles en castellano, barrocos y contemporáneos. Esas sentidas interpretaciones le ayudarán a descubrir el alma desgarrada de una literatura, pero también le enseñarán una idea de España que hoy ella no podrá ver delante. Algunas de esas emocionantes canciones conservan su fuerza, fueron himnos de una España posible, la que soñábamos los antifranquistas. La pesadilla de Franco nos unió a los diversos en el sueño de una esperanza, una sociedad tan distinta de aquella "una, grande y libre" que nos permitiese coexistir a los que teníamos distintas culturas. Porque lo que más unió España fue efectivamente la experiencia de la Guerra Civil y el fascismo; una unión infame en el terror y en una cultura nacionalista, medieval y disparatada. También nos unió el antifranquismo. Entre las diversas organizaciones antifranquistas había grandes diferencias, está claro, pero sobre todo ello se imponía una unidad emotiva profunda que nos hacía fraternos. Y no queda rastro de ello.
La España de Paco Ibáñez por SUSO DE TORO (11 ENE 2000 para El PAÍS)
Hace unos días le regalé a una niña un disco con las canciones que Paco Ibáñez hizo de poemas de autores españoles en castellano, barrocos y contemporáneos. Esas sentidas interpretaciones le ayudarán a descubrir el alma desgarrada de una literatura, pero también le enseñarán una idea de España que hoy ella no podrá ver delante. Algunas de esas emocionantes canciones conservan su fuerza, fueron himnos de una España posible, la que soñábamos los antifranquistas. La pesadilla de Franco nos unió a los diversos en el sueño de una esperanza, una sociedad tan distinta de aquella "una, grande y libre" que nos permitiese coexistir a los que teníamos distintas culturas. Porque lo que más unió España fue efectivamente la experiencia de la Guerra Civil y el fascismo; una unión infame en el terror y en una cultura nacionalista, medieval y disparatada. También nos unió el antifranquismo. Entre las diversas organizaciones antifranquistas había grandes diferencias, está claro, pero sobre todo ello se imponía una unidad emotiva profunda que nos hacía fraternos. Y no queda rastro de ello.
Curiosamente, el olvido
interesado que hicimos del franquismo conllevó el del antifranquismo, con todo
lo que tenía de dogmatismos y también con lo que tenía de generosidad. La vida
cultural, social, política a un lado y a otro, hoy está gobernada por personas
que es cierto que no fueron franquistas, con alguna sonada excepción, pero
tampoco hay entre ellas casi nadie que tenga esa necesaria perspectiva
histórica que da el conocer el pasado y sus ilusiones. Los artistas,
intelectuales y políticos que soñaron y cambiaron la sociedad están arrumbados
en un segundo plano, y sin ese punto de vista la vida social se basa en la
desmemoria y, por lo tanto, en la mediocridad desnortada y en la confusión
desesperante en todos los ámbitos. Sin la perspectiva de aquella ilusión es
difícil entender las frustraciones y la parálisis de una España dividida entre
la Reforma que daría cabida a las nacionalidades, y que se plasmó en la
Constitución, y la Contrarreforma, que reaccionó inmediatamente para conjurar
un cambio efectivo.
El resultado es que las
nacionalidades históricas, y todos los territorios, tienen una autonomía que les
permite una confortable vida interior, pero en peceras herméticas. Los gallegos
sabemos que desde hace años no podemos oír nuestras palabras en las cadenas de
televisión estatales, salvo cantadas por una cantante portuguesa o pronunciadas
por un futbolista brasileño. Y el silencio de Cataluña en España es clamoroso.
¿Se han muerto los cantantes, los poetas, intelectuales catalanes que nos eran
familiares hace años y hoy hemos perdido de vista? En la práctica es como si
España le hubiese cortado el acceso a Cataluña a la cultura española y los
catalanes viviesen de espaldas, mirando hacia Europa. No es razonable. No puede
ser que un niño de Huelva, Lugo, Soria, Madrid, no haya oído nunca hablar
catalán, por ejemplo. Un modelo de sociedad española sobre ese presupuesto es
una barbaridad.
Y nadie que apague la radio
y se siente a pensar puede creer que más de la mitad de los vascos estén locos
o sean asesinos, estamos presos de la visión de una parte en ese conflicto
endemoniado y necesitamos entender a esos vascos para poder comprenderlos.
Porque los problemas, por muy desesperantes que sean, no se resuelven solos.
Las realidades con
continuidad histórica no suelen desaparecer de repente y la España actual, la
que han estado modelando los dos grandes partidos estatales en los últimos
veinte años y todo el mundo cultural creado, sólo incluye dentro de sí al País
Vasco y Cataluña como dos cuerpos extraños con los que se ve obligada a
negociar y acomodar dentro. Pero la única vía cívica, democrática, es la que se
basa en una idea nacional aceptada, hegemónica, que convenza e integre desde
abajo. Toda sociedad estable necesita un argumento de sí misma, un discurso
nacional, pero ésa no puede ser en este caso una cultura homegeneizadora que
hace de la diversidad una anomalía, no cabemos todos en la estampa de toreros,
chirigotas y castizos que España sigue exportando y los medios de comunicación
ilustran. El único nacionalismo posible para España es uno cívico, que olvide
absolutamente el destino sagrado "en lo universal", y que integre
dentro la diversidad de otros nacionalismos.
Algunos que amamos a Lorca,
aquel corazón hermoso que escribió también versos gallegos, hoy es impensable,
a Machado, a Cervantes, queremos volver a oír los versos de Aresti, de Espriu,
las canciones de Raimon, Lluís Llach... Me parecen bien los cambios constitucionales,
los que hagan falta, pero el problema es otro mucho más triste. No hay lazo
jurídico ni límite institucional que una a los que no se quieren. O se cambian
las actitudes o no hay solución a los problemas, sin cariño no hay familia que
dure desde que existe el divorcio.
Podemos y debemos hacer
balance de casi veinticinco años de la muerte del dictador, y creo que hay que
recuperar lo esencial, una inocente curiosidad mutua y una unión en el respeto
a todos, sabiendo que somos diversos. Lo que todos queremos es que se nos
reconozca y se nos quiera, ni más ni menos. Andar ese camino de acercamiento y
afectos. Y a galopar, hasta enterrarnos en el mar.
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