diumenge, 23 de febrer del 2014

Contra el separatismo por ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL para La Vanguardia


Si el tipógrafo lo permitiera habría encabezado este artículo con un título más extenso: "El extraño caso del chico que escribía cuentos en un idioma y ganaba premios literarios en otros dos". Se llama Marc Nadal Ferret, sólo tiene veintiocho años y ya es uno de los impostores más habilidosos y divertidos que han aparecido en los últimos tiempos. Pero dejamos por un momento a Marc. 

Durante mucho tiempo preferí ignorar el secesionismo lingüístico. Y es que hay fenómenos que no se tendrían que inscribir en el ámbito de la política, sino de la psiquiatría. ¿Cómo se puede defender, con un argumentario mínimo, que en Valencia, Baleares o la Franja de Aragón lo que se habla no es catalán? La historia es diáfana. En el siglo XIII el rey Jaume conquistó Valencia y las Baleares, territorios que fueron repoblados mayoritariamente por catalanes. Con ellos llevaron su religión, su cultura y, como es lógico, su lengua. Por eso, mira tú por donde, sus descendientes hablan el mismo idioma que en Barcelona, Rupià o Calldetenes. ¿Qué quieren que hablen? ¿Ruso? ¿Urdu? 

Pues no; según algunas voces iluminadas no es así. Según estas voces el valenciano y el baléà no son variantes dialectales, sino idiomas totalmente diferentes. Tienen que tener su diccionario, su academia de la lengua, todo aquello que pule, lustra y da esplendor. La pregunta es: ¿de dónde salen estos organismos esperpénticos? Y la respuesta, por desgracia, es elemental: tan sólo es una estrategia del nacionalismo español para dividir y fragmentar la cultura catalana. 

En todo el planeta Tierra no hay ni un solo filólogo serio, ni uno, que corrobore las tesis del secesionismo lingüístico. No importa. De hecho, sería un error buscar racionalidades o coherencias en un movimiento que ni las busca ni las necesita. Los mismos individuos que quieren hacer creer que en Alcanar y en Vinaròs no se habla el mismo idioma afirman fanáticamente que en la selva de Bolivia y las calles de Vallecas sí que se habla el mismo idioma. Los mismos poderes que acusan a la cultura catalana de ser una cultura subvencionada son los mismos que subvencionan los chiringuitos anticientíficos de los secesionistas lingüísticos. Y lo más delirante de todo: que en realidad no se promocionan estos artificios lingüísticos para usarlos, sino para hacer desaparecer el catalán. Estos días el presidente de Valencia se ha indignado porque un diccionario recoge la unidad de la lengua. (Por cierto: ¿desde cuándo un político tiene que implementar las definiciones de un diccionario?) Pero al mismo tiempo cerca de 14.000 alumnos valencianos no pueden estudiar en su lengua por culpa de la administración. Ahora bien, cuando cuatro individuos, en Catalunya, quieren reventar la inmersión lingüística, no lo duden: enseguida tendrán a su servicio el ministro Wert, el Tribunal Constitucional y lo que haga falta.

El colonialismo es un proceso por el que el colonizador impone sus valores al colonizado. Es decir, convierte la víctima en parte del proceso alineador. Permítanme un ejemplo. Un día viajaba en autocar, detrás mío sentaba un matrimonio guineano. Hablaban un idioma tan exótico, y a la vez tan dulce, que les pregunté al respeto. "Perdone usted" se excusaron ante todo, y añadieron: "Es que hablábamos en dialecto". La respuesta me sorprendió: ¡en dialecto! El proceso colonial actúa así: las culturas locales no son auténticas culturas; en consecuencia, los idiomas locales tampoco son auténticos idiomas. Se desprecian y marginan, y por eso, bajo el dominio colonial, las lenguas autóctonas de Guinea sólo eran "dialectos". 

También ha existido un colonialismo interior. Los veranos, cuando era un crío, recorría los parajes del Matarraña. Un día salió el tema: "Nosotros no hablamos catalán", me dijeron los chicos del pueblo, "hablamos chapurreao". ¡Chapurreao! Es decir, alguien, en algún momento, los había convencido que aquello que ellos hablaban no tenía la dignidad de un idioma, que ellos sólo "chapurreaban".

Creímos que la democracia lo curaría todo. Que sanaría el cuerpo diezmado de la lengua, que se desbrozarían malentendidos fascistoides. Obviábamos un detalle: que la democracia que vino era la española. ¿Ha hecho el Gobierno aragonés algún esfuerzo para reparar la ignominia histórica? Al contrario. Hurgando en la herida, añadiendo lastre a la infamia, han oficializado el chapurreao: ahora se llama lapao.

Y aquí aparece Marc Nadal. El chico se ha especializado en enviar cuentos a premios literarios que se convocan para el lapao y el baléà. ¿Qué diferencia hay entre el catalán de Marc y el de sus cuentos? Prácticamente ninguno. Usa el artículo salado en el caso del baléà y las formas verbales de poniente para el lapao. Según los convocantes se trata de lenguas diferentes, pero no lo deben de ser tanto: se lo premian todo. Es para morirse de risa. Según Marc lo hizo para combatir el secesionismo lingüístico de una manera elegante. Lo es. Y eso que en el caso del lapao presentó un relato tan esperpéntico, el argumento tan aberrante, que no creía que colara. En sus palabras: "Era el cuento de un niño que lo pasa muy mal en la escuela porque tiene un profesor muy malo que les hace hablar catalán en lugar de aragonés oriental y que les dice que ellos son de los Países Catalanes".

Coló.

dimarts, 14 de gener del 2014

Silva y Roca, abogados por estrofas

13 ene 2014
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Más que una estrofa propiamente dicha, la silva es una combinación de versos heptasílabos y endecasílabos, con esquema de rima indefinido, que puede alargarse según el gusto, las ganas y el talento del poeta. Las silvas más célebres de la literatura española son las Soledades de Góngora, un poema colosal por su casi indescifrable sistema metafórico y sus inextricables tinieblas:

Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa
-media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo-,
luciente honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas; (…)

Lo del “mentido robador de Europa” contiene una alusión mitológica a Zeus, Júpiter para los romanos, y es una lástima porque si buscáramos interpretaciones proféticas para Góngora, al estilo de las cuartetas de Nostradamus, a estas horas nos estaríamos preguntando si es una referencia a Hollande o a Bárcenas. Pero, erudiciones aparte, la silva se ha puesto de moda porque uno de los abogados de la infanta, Jesús María Silva precisamente, ha sufrido un ataque poético, probablemente influido por la resonancia estrófica de su apellido. Por desgracia, ante la dificultad de hablar en heptasílabos y endecasílabos, Silva ha optado por el verso libre:

Estoy convencido de la inocencia de la infanta, que pasa por su fe en el matrimonio y el amor a su marido.

Como ya advirtiera T. S. Eliot en su día, el verso libre ni es tan verso ni es tan libre. En el caso de Silva, se trata, más bien, de un ejemplo de prosa de lo más pedestre donde el abogado ni siquiera ha intentado una endeble metáfora. Ha recurrido, más bien, al amor, tema universal en la literatura pero que en la jurisprudencia española cuenta con un peligroso precedente en el caso de Isabel Pantoja. El amor es una línea de defensa arriesgada, aunque no tanto como la de la ignorancia omnívora de la infanta, que dejaba sin explicación plausible el hecho de que alguien con nulos conocimientos sobre el funcionamiento de un simple consejo de administración trabaje como coordinadora de programas de cooperación internacional para el Tercer Mundo en la Fundación La Caixa. Eso sin contar con su currículum académico, el cual, según sus abogados, debió de ganarlo en una tómbola.
Frente a la prosa lírica y musical del abogado Silva, el juez Castro ha opuesto 227 páginas descarnadas, compuestas en su mayoría de pura sintaxis legal e hipotética novela negra. Supongo (aunque no he tenido ni tiempo ni ganas de leerla) que en la sólida argumentación del auto de imputación no aparece ni una sola vez la palabra “amor”, concepto resbaladizo para esgrimir como eximente, ya que la historia judicial abundan los crímenes por amor, los asesinatos por amor, los amores que matan e incluso los amores que roban.
El amor en un matrimonio, por real o irreal que sea, es como el valor en el soldadito español: se le supone. Al paso que va el viacrucis legal de la infanta Cristina, podemos acabar viendo a Roca y Silva disfrazados de trovadores medievales con peluca y tocando el laúd en el juzgado. Lo cual, visto el anacronismo absoluto de esta monarquía repleta hasta los topes de elefantes africanos, princesas alemanas, jugadores de balonmano y pobres osos alcoholizados, no desentonaría mucho con el resto del poema. Chúpate ésa, Góngora.