Más que una estrofa propiamente dicha, la silva es una
combinación de versos heptasílabos y endecasílabos, con esquema de rima
indefinido, que puede alargarse según el gusto, las ganas y el talento
del poeta. Las silvas más célebres de la literatura española son las Soledades de Góngora, un poema colosal por su casi indescifrable sistema metafórico y sus inextricables tinieblas:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa
-media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo-,
luciente honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas; (…)
Lo del “mentido robador de Europa” contiene una alusión mitológica a
Zeus, Júpiter para los romanos, y es una lástima porque si buscáramos
interpretaciones proféticas para Góngora, al estilo de las cuartetas de
Nostradamus, a estas horas nos estaríamos preguntando si es una
referencia a Hollande o a Bárcenas. Pero, erudiciones aparte, la silva
se ha puesto de moda porque uno de los abogados de la infanta, Jesús
María Silva precisamente, ha sufrido un ataque poético, probablemente
influido por la resonancia estrófica de su apellido. Por desgracia, ante
la dificultad de hablar en heptasílabos y endecasílabos, Silva ha
optado por el verso libre:
Estoy convencido de la inocencia de la infanta, que pasa por su fe en el matrimonio y el amor a su marido.
Como ya advirtiera T. S. Eliot en su día, el verso libre ni es tan
verso ni es tan libre. En el caso de Silva, se trata, más bien, de un
ejemplo de prosa de lo más pedestre donde el abogado ni siquiera ha
intentado una endeble metáfora. Ha recurrido, más bien, al amor, tema
universal en la literatura pero que en la jurisprudencia española cuenta
con un peligroso precedente en el caso de Isabel Pantoja. El amor es
una línea de defensa arriesgada, aunque no tanto como la de la
ignorancia omnívora de la infanta, que dejaba sin explicación plausible
el hecho de que alguien con nulos conocimientos sobre el funcionamiento
de un simple consejo de administración trabaje como coordinadora de
programas de cooperación internacional para el Tercer Mundo en la
Fundación La Caixa. Eso sin contar con su currículum académico, el cual,
según sus abogados, debió de ganarlo en una tómbola.
Frente a la prosa lírica y musical del abogado Silva, el juez Castro
ha opuesto 227 páginas descarnadas, compuestas en su mayoría de pura
sintaxis legal e hipotética novela negra. Supongo (aunque no he tenido
ni tiempo ni ganas de leerla) que en la sólida argumentación del auto de
imputación no aparece ni una sola vez la palabra “amor”, concepto
resbaladizo para esgrimir como eximente, ya que la historia judicial
abundan los crímenes por amor, los asesinatos por amor, los amores que
matan e incluso los amores que roban.
El amor en un matrimonio, por real o irreal que sea, es como el valor
en el soldadito español: se le supone. Al paso que va el viacrucis
legal de la infanta Cristina, podemos acabar viendo a Roca y Silva
disfrazados de trovadores medievales con peluca y tocando el laúd en el
juzgado. Lo cual, visto el anacronismo absoluto de esta monarquía
repleta hasta los topes de elefantes africanos, princesas alemanas,
jugadores de balonmano y pobres osos alcoholizados, no desentonaría
mucho con el resto del poema. Chúpate ésa, Góngora.