Si el tipógrafo lo permitiera habría encabezado
este artículo con un título más extenso: "El extraño caso del chico que
escribía cuentos en un idioma y ganaba premios literarios en otros dos".
Se llama Marc Nadal Ferret, sólo tiene veintiocho años y ya es uno de los
impostores más habilidosos y divertidos que han aparecido en los últimos
tiempos. Pero dejamos por un momento a Marc.
Durante mucho tiempo preferí ignorar el
secesionismo lingüístico. Y es que hay fenómenos que no se tendrían que
inscribir en el ámbito de la política, sino de la psiquiatría. ¿Cómo se puede
defender, con un argumentario mínimo, que en Valencia, Baleares o la Franja de
Aragón lo que se habla no es catalán? La historia es diáfana. En el siglo XIII
el rey Jaume conquistó Valencia y las Baleares, territorios que fueron
repoblados mayoritariamente por catalanes. Con ellos llevaron su religión, su
cultura y, como es lógico, su lengua. Por eso, mira tú por donde, sus
descendientes hablan el mismo idioma que en Barcelona, Rupià o Calldetenes.
¿Qué quieren que hablen? ¿Ruso? ¿Urdu?
Pues no; según algunas voces iluminadas no es
así. Según estas voces el valenciano y el baléà no son variantes dialectales,
sino idiomas totalmente diferentes. Tienen que tener su diccionario, su
academia de la lengua, todo aquello que pule, lustra y da esplendor. La
pregunta es: ¿de dónde salen estos organismos esperpénticos? Y la respuesta,
por desgracia, es elemental: tan sólo es una estrategia del nacionalismo
español para dividir y fragmentar la cultura catalana.
En todo el planeta Tierra no hay ni un solo
filólogo serio, ni uno, que corrobore las tesis del secesionismo lingüístico.
No importa. De hecho, sería un error buscar racionalidades o coherencias en un
movimiento que ni las busca ni las necesita. Los mismos individuos que quieren
hacer creer que en Alcanar y en Vinaròs no se habla el mismo idioma afirman
fanáticamente que en la selva de Bolivia y las calles de Vallecas sí que se
habla el mismo idioma. Los mismos poderes que acusan a la cultura catalana de
ser una cultura subvencionada son los mismos que subvencionan los chiringuitos
anticientíficos de los secesionistas lingüísticos. Y lo más delirante de todo:
que en realidad no se promocionan estos artificios lingüísticos para usarlos,
sino para hacer desaparecer el catalán. Estos días el presidente de Valencia se
ha indignado porque un diccionario recoge la unidad de la lengua. (Por cierto:
¿desde cuándo un político tiene que implementar las definiciones de un
diccionario?) Pero al mismo tiempo cerca de 14.000 alumnos valencianos no
pueden estudiar en su lengua por culpa de la administración. Ahora bien, cuando
cuatro individuos, en Catalunya, quieren reventar la inmersión lingüística, no
lo duden: enseguida tendrán a su servicio el ministro Wert, el Tribunal
Constitucional y lo que haga falta.
El colonialismo es un proceso por el que el
colonizador impone sus valores al colonizado. Es decir, convierte la víctima en
parte del proceso alineador. Permítanme un ejemplo. Un día viajaba en autocar,
detrás mío sentaba un matrimonio guineano. Hablaban un idioma tan exótico, y a
la vez tan dulce, que les pregunté al respeto. "Perdone usted" se
excusaron ante todo, y añadieron: "Es que hablábamos en dialecto". La
respuesta me sorprendió: ¡en dialecto! El proceso colonial actúa así: las
culturas locales no son auténticas culturas; en consecuencia, los idiomas
locales tampoco son auténticos idiomas. Se desprecian y marginan, y por eso,
bajo el dominio colonial, las lenguas autóctonas de Guinea sólo eran
"dialectos".
También ha existido un colonialismo interior.
Los veranos, cuando era un crío, recorría los parajes del Matarraña. Un día salió
el tema: "Nosotros no hablamos catalán", me dijeron los chicos del
pueblo, "hablamos chapurreao". ¡Chapurreao! Es decir, alguien, en
algún momento, los había convencido que aquello que ellos hablaban no tenía la
dignidad de un idioma, que ellos sólo "chapurreaban".
Creímos que la democracia lo curaría todo. Que
sanaría el cuerpo diezmado de la lengua, que se desbrozarían malentendidos
fascistoides. Obviábamos un detalle: que la democracia que vino era la
española. ¿Ha hecho el Gobierno aragonés algún esfuerzo para reparar la
ignominia histórica? Al contrario. Hurgando en la herida, añadiendo lastre a la
infamia, han oficializado el chapurreao: ahora se llama lapao.
Y aquí aparece Marc Nadal. El chico se ha
especializado en enviar cuentos a premios literarios que se convocan para el
lapao y el baléà. ¿Qué diferencia hay entre el catalán de Marc y el de sus
cuentos? Prácticamente ninguno. Usa el artículo salado en el caso del baléà y
las formas verbales de poniente para el lapao. Según los convocantes se trata
de lenguas diferentes, pero no lo deben de ser tanto: se lo premian todo. Es
para morirse de risa. Según Marc lo hizo para combatir el secesionismo
lingüístico de una manera elegante. Lo es. Y eso que en el caso del lapao
presentó un relato tan esperpéntico, el argumento tan aberrante, que no creía
que colara. En sus palabras: "Era el cuento de un niño que lo pasa muy mal
en la escuela porque tiene un profesor muy malo que les hace hablar catalán en
lugar de aragonés oriental y que les dice que ellos son de los Países
Catalanes".
Coló.